A la revolución por la salud bucal.

En la sala de espera de la consulta del dentista buscaba la manera de ahuyentar el miedo, porque si no lograba mantenerlo alejado, sería yo el que saldría huyendo. A falta de revistas interesantes sobre la mesita en el centro de la sala, no hubo más remedio que recurrir a mi propia naturaleza de cuerpo pensante. Y me puse a pensar, que es algo que me divierte y entretiene como pocas cosas.

Pensé que, cuando el dolor aparece, adquiero conciencia de sus causas, que no es la puntual infección que lo provoca, sino que están en mi propio comportamiento: dejadez en el control rutinario, menos higiene de la necesaria, malos hábitos y costumbres. Cuando el dolor es agudo, se agudiza también el entendimiento, y entonces el origen y el remedio del sufrimiento se muestran con nitidez, y la voluntad de darle fin y la fuerza para tomar las decisiones adecuadas brotan en el ánimo, con una potencia extraordinaria.

Un par de días de antibiótico y varias tomas de un analgésico potente, sirven muy bien, generalmente, para poner fin a este delirio y devolverme a la estable normalidad del dolor soportable. Influye, tal vez, que mi umbral de dolor parece ser bastante alto, según me dicen (porque eso uno nunca puede saberlo), pero aún más, opino yo, que la cotidianidad con los dolores me ha llevado a asumirlos como parte inherente del estar vivo, que hay que intentar sobrellevar de la mejor manera posible, lo que significa, entre otras cosas, que no afecten a los demás, que nada pueden hacer al respecto.

A lo sumo, admito la extracción del elemento dañado, lo que pone fin al dolor concreto, pero no asegura, desde luego, su desaparición completa, si no cambio los comportamientos inadecuados que suelo tener.

También pensé que algo similar ocurre en los cuerpos sociales o colectivos, cuerpos al fin y al cabo, y también pensantes cuando deciden ponerse a ello. Hay dolores sociales, como la corrupción, que cuando son agudos o continuados en el tiempo, nos llevan a pensar en la necesidad de cambiar nuestros comportamientos, adquiriendo conciencia de que la causa no está en el elemento puntualmente corrupto, sino en nuestra desatención del debido control político, la falta de hábitos de higiene democrática o las malas costumbres sociales que favorecen la corrupción.

Hace unas semanas, por ejemplo, en el autobús de vuelta a casa, un chico explicaba a una pareja con la que se encontró, que ya no trabajaba como repartidor de una pizzería sino en la cocina, porque en un reparto había sido atropellado (“por un moro”, según su relato) y, aunque no había sufrido ningún daño personal, tenía la moto en el taller. El amigo o conocido, entonces, le sugiere que alegue que, como consecuencia del accidente, le ha cogido miedo a conducir la moto, y le pida (“al moro”), una indemnización puesto que está perdiendo dinero al tener que trabajar en la cocina. Sugerencia que el accidentado repartidor acogió con entusiasmo, y firme voluntad de atender.

Este es el tipo de malas costumbres, muy extendidas, a las que me refiero; que están en el origen de la corrupción, que sólo cuando se convierte en dolor agudo nos hace reaccionar.

Por otra parte, los hábitos de higiene democrática no están muy extendidos, y esta falta se nota, por ejemplo, respecto de la cuestión de la dimisión, que es tomada, por los posibles dimisionarios, por la opinión pública y por la publicada, como reconocimiento de culpa o dolo, como resultado de la confusión existente entre culpa y responsabilidad, que se equiparan y convierten la dimisión en confesión, juicio, sentencia y pena, en un solo acto.

La dejadez en el control rutinario de las instituciones no creo que tenga que ser explicada; la participación, más allá de la representativa, no se siente como una necesidad personal; no se asume como compromiso con la salud del cuerpo social del que somos parte; y se elude como si de un castigo paternal se tratara.

Y sí, cuando el dolor de la corrupción es intenso, todas estas cuestiones se nos aparecen con claridad, y parece que nuestra voluntad de darle solución definitiva se refuerza, y que tenemos el ánimo dispuesto a tomar en nuestras manos la responsabilidad de poner fin a las causas y evitar su desarrollo futuro. Por un espacio de tiempo, demasiado corto lamentablemente, estamos decididos, no sólo a no conformarnos con la mera extracción del cuerpo social de los elementos dañados por la corrupción, sino a poner en práctica hábitos democráticos saludables, a dar fin a las malas costumbres y a controlar de forma activa a nuestros representantes y delegados, e incluso, cuando el dolor es casi insoportable, a tomar en nuestras propias manos las funciones institucionales, sustituyéndolas, si es preciso, por otras nuevas imstituciones, en las que el mal tenga mayores obstáculos para desarrollarse.

Pero esto también se pasa con un buen antibiótico y un analgésico potente. El antibiótico en estos casos suele ser una sentencia condenatoria, que no necesariamente significa el ingreso en prisión (para eso la infección ha de ser muy grave), del elemento concreto, al que así se consigue hacer desaparecer de la visión cotidiana del cuerpo social. Al mismo tiempo, analgésicos como un buen partido de fútbol, un crimen especialmente luctuoso (a ser posible con menores como víctimas), o una amenaza de peligro inminente (terrorismo, robos, asaltos), consiguen ocultar el dolor y que nos olvidemos de él, sin importarnos los efectos secundarios de este tratamiento, meramente sintomático y que, por tanto, nunca nos curará porque no combate las causas que han originado la enfermedad y nuestro dolor.

Porque la corrupción es un elemento esencial del sistema, hasta el punto de que no podría funcionar sin su presencia. Durante siglos hemos funcionado en ese sistema y hemos contribuido con nuestros comportamientos y actitudes a que haya sido construido de esa manera, con la corrupción ejerciendo la función de lubricante que permite el movimiento fluido de todo el mecanismo. Eliminar la corrupción de un sistema tal, sería condenarlo a la paralización y a la inutilidad.

Cuando el dolor es agudo sabemos que sólo cambiar el sistema es la solución de nuestro sufrimiento. Pero, quizás porque somos un cuerpo social con el umbral de dolor también muy alto, o porque la cotidianidad con tantos dolores sociales nos ha llevado a asumirlos como inherentes a nuestra naturaleza y a sobrellevarlos de la mejor manera, al final nos conformamos con la estable normalidad del dolor conocido y soportable, frente al posible y desconocido dolor que podría suponer decidir poner fin real a las causas del sufrimiento.

El miedo nos vence y huimos de la consulta, para comprar en la farmacia el antibiótico y el analgésico que nos quieran vender, porque nos han fallado las revistas que debían habernos ayudado a ahuyentarlo.

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